No sé si me gustan los gatos. Tampoco si me gustan los perros. Jamás he tenido mascotas en casa (tampoco niños), pero un gato me visita siempre por las noches.
“Debes ser el gato de Baudelaire, le digo. Veo tus místicas pupilas, tus ojos de metal y ágata mirarme a través de la oscuridad”.
Pero el gato no responde. “Entonces eres Micifuz el extranjero o Marramaquiz el que araña las bibliotecas del Parnaso”.
Pero el gato estira su lomo sin decirme nada.
“¿Has venido acaso de Cheshire y no entiendes español?, ¿acaso apareces y desapareces y muestras de noche tu sonrisa sin gato?”
Pero el gato, pardo como todos los gatos, ni siquiera sonríe.
Pruebo entonces con el gato con botas, con el gato triste y azul que nunca se olvida, con el gato filósofo de Natsume Sōseki “que aún no tiene nombre”. Perog el gato levanta su cola, da media vuelta y se marcha, indiferente, hacia la noche fría.
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